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CARLOS BRANDY

Por Pablo Thiago Rocca

No puedo escribir sobre poesía, ni falta hace. Existen caminos que más vale dejarlos se caminen solos, no sea cosa que uno pierda el recuerdo de su sombra. No puedo escribir sobre verso o poema alguno, pero puedo hablar del hombre que escribe. Tiene más de ochenta años. Desde el mirador observo tranquilamente su vieja calva. Camina lento y si te aproximas cerca, muy cerca, habla. Siempre piensa antes de hablar y ese silencio envuelve las palabras como papel para regalo. Un pensamiento puede estar rodeado de silencio de colores. Por supuesto, Carlos Brandy (Montevideo, 1923) también escribe con lápiz carbón sobre papel blanco, sobre servilletas, sobre paredes, sobre muebles. Escribe poesía mientras duerme aunque apenas haya publicado una decena de libros. Comenzó con “Rey Humo” en 1948 y no ha parado desde entonces, excepto durante la dictadura, cuando guardó su voz en un placard y se exilió en otro mundo. Fue un acto de misericordia su silencio. Y de denuncia. Hace unos días fui a verlo en la presentación de su último poemario. Memoria del Océano. Alguien mencionó su amistad con Cabrerita, con Washington Barcala, con el eterno joven Humberto Megget. ¿Se acuerdan de Megget?

“Tengo ganas de risas raquel
ganas de ir al cine a ver aquella película
ganas de ver las rosas y no ver las rosas...”

Megget murió joven y para Brandy eso fue un disparo en los ojos. Pero antes de irse dejó aquel mensaje casi imposible, imposible de olvidar:

“Dile a las nueces que se partan solas”.

Es un sacramento. No puedo dejar de pensar en esas tres personas como parte indivisible y transparente de Brandy. De un mundo que no pude conocer pero que lo atraviesa y me deja perplejo ante su nueva existencia encarnada. Brandy tiene el candor y el brillo de los mejores ojos de niña del pintor loco de amor que fue Cabrerita. Y cuando pienso en el alma del viejo me la imagino como esos collages que Barcala armaba con palillos rotos, notas de almacén y retazos de tela negra. Y está, claro, ese mensaje de Megget que llega a través de su voz cascada:

“Dile a las nueces que se partan solas”.

Brandy conserva algo de cada uno de ello y de los tres juntos. Pero no en cofre sino emanado de él, como un niño que se desangra de lucidez:

“Tenía que organizar
un picnic
Llevaría corteza de pan
pollo glaseado por el viento
Manhattan Transfer
de John Dos Passos
vino Tannat
color casi azul
una radio envuelta
en servilletas amarillas
te llevaría vestida de organdí
claveles rojos en tus senos
Ah un mantel de brocato absurdo
También conchas marinas
que acercaran el mar
Buscaría un roble
o un añoso álamo
Y allí
esperaría la eternidad”

(Océano, Ediciones la Gotera, Montevideo, 2002)

Cada vez que descubro un viejo libro de Brandy en las librerías del barrio viejo, o uno nuevo en las librerías más estrafalariamente pulcras, no espero sacudirle el polvo o que se seque la tinta para gritarle desde el mirador que me lo dedique. Sé que es un acto idólatra y un poco mezquino pero él siempre concede con una risa suave y casi voluntariamente. A cada libro que le entrego las letras que usa para sus dedicatorias son más grandes. Unos garabatos atroces que amenazan comerse los bordes de la hoja. Brandy no ve bien, no puede leer en absoluto y sólo esos brutales ganchos le salvan del mutismo textual. Tal vez le dicte a alguien sus poemas. Tal vez ya vio demasiado.

“Como una cicatriz
mi rostro en el
espejo.
Aquí está todo
lo que no
comprendo:
mis ojos
que son tiempo,
mi boca que
se muere;
aquí está todo
mirándome:
misterio y
silencio,
cenizas
implacables;
frente a mí
este rostro
como un
árbol,
harto de estar
en este espejo,
harto de la raíz
que lo sostiene,
harto de estar
aquí, mirándome
ciego y
frío,
sin entender
el por qué
y el cuándo,
deseando acaso
que me vaya,
y que olvide
su sitio
y su silencio
para siempre.”

(“Quien te ve no es el que te mira”, Juan Gris, Arca, Montevideo, 1964)

No pretendo escribir sobre poesía. Escribo después. Siempre escribo después. Lo que más me gusta de todo es ese “color casi azul”. Sólo pueden verlo quienes hayan bebido un litro de Tannat y borrachos hayan vuelto a ver lo que nunca. No escribo sobre la poesía de Brandy, ni sobre Brandy. Escribo sobre una verdad que sabe vista. Escribo sobre lo que Brandy vio en un cristal que se colma, una y otra vez, de nuevas miradas.

Pablo Thiago Rocca
Salinas, 6/05/04

1 comentario

Raquel -

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